Existen conversaciones que se van tan rápido como llegaron, que ni una sola palabra queda en nuestra memoria. Y hay otras que se quedan.

A veces, ni siquiera fuiste parte de la conversación: solo la escuchaste por casualidad, en el lugar menos pensado. Y esa frase se instala en la memoria y vuelve cada tanto, cuando menos lo esperás o cuando más lo necesitás.

Hace unos años, caminaba por la calle. No recuerdo adónde iba. Sabía que era un largo trayecto desde mi casa hasta la estación de tren, y más me pesaba hacerlo cuando no tenía auriculares para escuchar música.

Aquel barrio donde vivía estaba poblado de hermosas casas, algunas con jardines frondosos que, en verano, eran un espectáculo maravilloso para imaginarse pasando las tardes ahí.

Cerca de una esquina, una pareja de ancianos trabajaba en su jardín: sacaban las ramas secas, cortaban el pasto, preparaban el terreno para la llegada inminente del verano. En la casa de al lado, un vecino se dedicaba a lo mismo, y durante la labor conversaban.

Si bien no logré escuchar la charla completa, me pareció entender que se contaban que habían estado bastante enfermos… hasta que uno de ellos dijo: “Por suerte ya pasamos otro invierno”.

En ese momento la frase no tuvo ningún sentido para mí. Me llamó la atención, sí, por lo curiosa que me resultó… pero en mi mente racional la respuesta inmediata fue pensar: “Todos pasamos el invierno”.

Aun así, durante meses volvió a mí, preguntándome por qué esa frase tenía tanto sentido, si sinceramente no la entendía.

Hasta que un día ese invierno llegó.

El invierno era un estado en mi mente, en donde estaba bloqueada para hacer absolutamente todo. No podía disfrutar ni planificar nada porque vivía pensando en el poco tiempo que tenía. Nunca me alcanzaba para nada. Mi tiempo se iba en buscar la perfección: la idea perfecta, el proyecto perfecto, la tipografía ideal, la paleta de colores de ensueño… y nunca llegaba a nada.

Y entonces lo entendí.

No se trataba de la estación del año. Se trataba de atravesar algo difícil, de sobrevivir a una etapa en la que el frío no estaba afuera, sino adentro.

Ese invierno mío duró más de lo que quise admitir. Pero un día, casi sin darme cuenta, ya no estaba ahí. Empecé a escribir aunque no tuviera las palabras exactas, a diseñar aunque los colores no fueran “los correctos”, a moverme aunque no tuviera claro hacia dónde.

“Por suerte ya pasamos otro invierno”, dijo aquel vecino.

Hoy lo repito yo, con una sonrisa. Porque aprendí que la belleza está en transitar todo el camino, incluso aquellos que parece que no conducen a ningún lado.

Me encantaría leer qué significó esta frase para vos, te leo en comentarios.

Crear es una forma de viajar

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